dijous, 5 de desembre del 2013

De cómo el desencanto dará fruto

Crecí en una generación que creía en la política y en el futuro, que esperaba ese doblar de la esquina de la Historia de España, el de la muerte de Franco, para otear unos nuevos horizontes que algunos ya habían visto o creído ver, cuando no simplemente que los imaginaban y nos los hacían posibles con su esperanza visionaria.

Era esa generación que se mecía entre el abrigo de una sociedad que cada vez era más la del bienestar y unas convicciones firmes que habían conseguido saltar la generación de nuestros padres, acomodados o vencidos, da igual el motivo, pero inactivos desde el punto de vista político, para volar hacia ese pasado que la clase dirigente de la época pensaba que había enterrado para siempre.

Lo cierto es que todo saltó por los aires en muy poco tiempo, tan poco que algunos de los que todavía cantaban las viejas consignas se vieron públicamente atacados, y juzgados, porque el eco de sus voces ya no era el que la sociedad quería oír, no la nueva clase dirigente. Sucedió todo tan deprisa que ni siquiera los jóvenes de entonces vimos el juego y la trampa, inmersos como estábamos en el bosque de la renovación sin revolución, buscando almas afines, compañeros de viaje en la vida de los partidos políticos, contertulios que se entusiasmaran con nuestras vagas y simples ideas, de esas a las que, para no ningunearlas, damos en llamar ideales, elevándolas para dejarlas caer en el limbo de la inocencia y el utopismo.

Todos lanzados a la carrera, participando en debates y en discusiones a toda hora, acerca de los divino y lo humano de la democracia, sobre la conveniencia de la renuncia al revanchismo, sobre la apertura a los partidos o movimientos intelectuales tabú del anterior régimen, no nos dimos cuenta de que nosotros en realidad solo éramos un lejano murmullo y una relativa preocupación para los que sí que tomaron las riendas de aquel Estado que se hallaba en precario. Las decisiones de los políticos de entonces parecieron todas hercúleas e incluso en ocasiones brillantes, pero desde la perspectiva actual solo vemos maniobras para conservar un cierto orden mientras se preparaban el terreno para el futuro, su terreno para su futuro.

De lo contrario no se entiende cómo fuimos a parar a esta situación en la que solo dos partidos (y medio) pueden opinar en el Parlamento de la Nación (permitidme usar este eufemismo, en realidad debería usar cualquier expresión de esas que ahora podrían producir el ser denunciado, que ya no se puede hablar), y que además esas opiniones son blanco-negro en el sentido poder-oposición, y se convierten en blanco-negro cuando la oposición pasa al poder, en lugar de alterar los colores a negro-blanco.

¿Que tú eres corrupto en el poder? Tú eres negro, yo soy blanco, dice la oposición, pero cuando ésta se sienta en la silla del poder entonces asume el mismo grado de corrupción y la nueva oposición, antes en el poder, se siente blanco y ve en el poder a los negros.

Yo cambiaría las palabras "izquierda" y "derecha" con las que se nombra a los partidos para pasar a llamarlos "blancos" y "negros", con "negros" siempre en el poder. Pintaría las sillas de ese local donde se reúnen a veces mientras miran Internet por la tablet y votan sin atender a qué, y en lugar de tener todas las sillas igualmente azules los decoraría de negro para el partido en el poder y de blanco para "el otro". Y si me preguntáis de qué color pintar las de los demás contestaré que las quiten, es más práctico y resultaría más barato al Estado. ¿Cuántos diputados tendría el parlamento? Tantos como sillas negras más blancas hubiera. Ya es eso lo que pretendía ese invento de cortar la representatividad al que dieron en llamar "sistema d'Hont" por su inventor, algo que se impuso como medio (en el sentido de que el fin justifica los medios) para suprimir sí o sí cualquier disentimiento mínimo del arco de opiniones de la política española.

Se decía: "no queremos italianizar la política española". Cierto, consiguieron que el parlamento no se fragmentara y fuera controlable. Otra cosa es que consiguieran que todas las opiniones fueran escuchadas por la sociedad y por la "carta magna", ese papel intocable excepto por la puerta trasera mientras se proclama por la delantera que jamás de los jamases se tocará. Las Tablas de la Ley que bajó Moisés del Monte Sinaí, el Corán y la Constitución española son los únicos documentos en la Historia que no pueden ser modificados. Los dos primeros son cuestión de fe, el tercero de terquedad y ceguera política.

¿Por qué ceguera? Porque ya han roto la cuerda de tanto estirarla de cada extremo, pero como tienen un pedacito en la mano, y lo pueden enseñar, piensan que todavía es elástica. No señores, no señoras (si no dices lo de señoras puedes acabar en juicio por violencia verbal de género, por más que "señores" sea genérico en el sentido de la frase), ya no hay cuerda, cada partido se atrincheró, cavó hondo y se metió de lleno en su estrategia de perpetuidad, que a menudo suena a perpetuación económica y de prebendas, y donde creyeron que la sociedad funcionaba resultó que no, que sólo sus afirmaciones acerca de la realidad funcionaron; que donde creyeron que el sistema era perfecto resultó que no, que "cogito ergo sum" ya sabemos que ustedes lo blindaron perfectamente, ese sistema sí que parece perfecto; que donde creyeron que la paz estaba asegurada se armó la de los nazis, y ustedes siguen vendiéndonos, o queriendo hacerlo, grandilocuencia abundante sobre el futuro y catastrofismo delirante en lo que a otras vías de convivencia se refiere.

¿Cuánto tardará este perpetuum mobile político en dar los para esa clase inesperados frutos de la fractura social? Difícil predecirlo, pero ya hay fecha para una de las fracturas, y da la sensación de que no la perciben ni siquiera los arquitectos de esa Nación desestructurada, o estructurada en falso, que creían tenerlo todo atado y bien atado. Pocos parecen darse cuenta de que Catalunya va en serio no por un ideal de independencia, sino por el mismo ideal por el que corrí ante los caballos de la Policía Nacional allá en la España franquista de los 70: la ruptura con una estructura vieja, desfasada, retrógrada, inmovilista, extemporánea y carente de toda lógica y de todo arraigo popular. Eso es lo que entonces queríamos hacer: romper con todo y avanzar hacia ese horizonte que alguien había creído ver; eso es lo que se quiere ahora en esta esquina de la Península Ibérica: avanzar hacia ese horizonte dejando atrás todo lo que debimos, y no se consiguió, dejar atrás hace ya casi 40 años.

La ilusión que yo percibo en la calle, en el pueblo, apunta más a la liberación que a la independencia, pero es que, señores (y señoras), la liberación da independencia.

Otros pueblos no pueden soñar con esa liberación, porque no tienen un sentimiento en el que abrigarse, un sentimiento que enarbolar, un sentimiento que convertir en sueño y en la reconversión alimentar aún más el sentimiento. El desencanto de esos pueblos dará fruto en alguna otra esquina de la Historia, ahora aquí estamos doblando la esquina, y esperamos ver el horizonte limpio que soñamos que debería haber allí.