dimarts, 22 d’octubre del 2013

Un soneto me manda hacer Violante ...

... que en mi vida me he visto en tal aprieto,
catorce versos dicen que es soneto;
burla burlando van los tres delante." (Lope de Vega)


Hasta ahí lo que me aprendí, el resto debo siempre rebuscarlo para luego volverlo a olvidar. Gracias a eso que llamamos "avances tecnológicos" voy volcando cada vez más mi memoria en ese depósito externo que es la red, de forma y manera que más que probablemente acabaré por no recordar nada más que lo que pueda allí encontrar, incluso de mí mismo. Espero no olvidar cómo escribir una búsqueda ni para qué sirven los botones "Buscar", "Ir" y otros por el estilo.

Siguiendo con lo inevitable, con esas pequeñas diferencias que nos han cambiado en poco tiempo, actualmente no recuerdo el teléfono de ningún amigo, ni de la mayoría de mis familiares. Por supuesto tampoco el de mi trabajo. Acabaré más pronto diciendo los que recuerdo: el mío de casa, el mío del terminal portátil (celular, le llaman en algunos países) y el de un par de familiares cercanos, en primer grado, de esos que a veces te preguntan: "¿cuál es mi número de móvil?". Y no, no reconforta no ser el único que ya no usa la memoria.

De hecho recuerdo perfectamente el número de teléfono de la casa de la primera chica de la que me enamoré, allá por 1971, pero no el de mi trabajo, si es que alguna vez me lo han dado, que lo más probable es que me haya llegado por arte de magia digital a mi terminal telefónico sin que yo haya tenido ni que escribirlo.

"Yo pensé que no hallara consonante,
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto,
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
"

Sí que me espanta, y mucho, esta laguna que antes no existía. Ese antes que las siguientes generaciones pueden llegar a no entender, quizás como nosotros no entendíamos el respeto reverencial a los mayores que nos imponían los abuelos, el hablarles de usted a ellos cuando tuteábamos ya a los padres (no en todas las regiones de España se tuteaba a los padres). ¿Hemos relajado nuestra capacidad de memorización o la usamos para otros menesteres? ¿Cuánto sabemos de nosotros mismos ahora?

A la edad de 19 años sufrí una crisis epiléptica cuando salía de casa de mi novia, ya en la calle. Era de noche, y de noche en aquellos tiempos (1974) significaba que había poca gente en la calle, muy poca. Acertó a pasar por allí poco después un sereno, mientras yo andada todavía inconsciente y tirado en medio de mi propio vómito; el hombre en primer lugar pensó que era yo un borracho que había perdido el conocimiento, y tratando de echarme de allí, más que de ayudarme, me preguntó que quién era yo.

"¿Quién soy?" - le respondí - "Pues no lo sé, siempre llevo el DNI y sé que soy el novio de la hija del Sr. Montoya".

En verdad esos eran todos los datos que recordaba de mí mismo: ni nombre ni edad, mi mente estaba realmente en blanco, y si alguna vez creí que la amnesia era una ficción ese día descubrí que no lo es. Tampoco recordaba el nombre de mi novia, o quizás sí, pero su apellido y el rostro de su padre fueron mi tabla salvadora. El sereno me ayudó a incorporarme y a subir a casa de mi novia, donde me atendieron y en donde recuperé mi memoria, sin necesidad de pulsar ningún botón ni de acceder a ninguna red.

"Por el primer terceto voy entrando,
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
"

Y así sucedió, así aprendí que no todo lo que se sabe se mantiene inamovible y accesible, como si se tratara de la propia lengua materna. No, parece que tu propia personalidad va ligada a tu vida, que llamarte José María forma parte de tu cuerpo y ahí permanecerá ante viento y marea, pero no, no es así. El lenguaje sí que se mantuvo firme ante el temporal, las palabras que acerté a componer tuvieron sentido y el mensaje salió y llegó claro al destinatario, el sereno supo qué hacer con ese mensaje.

Estas cosas están en cajas diferentes de armarios diferentes. El lenguaje está en un armario y tu nombre en otro. Y el resto de las cosas están distribuidas aquí y allí en el almacén de tu cerebro. Y a veces te encuentras un armario cerrado, a veces el estante de un armario parece vacío, aunque tú sabes que no lo estaba antes. En ocasiones te falla un recuerdo y tras descansar ya no encuentras dificultad alguna en localizarlo. Pero el lenguaje se mantiene allí, como un salvavidas o mejor aún como una afirmación de tu propia naturaleza cognitiva.

"Ya estoy en el segundo, y aun sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho
"

A menudo afirmo que una gran parte de mi memoria murió con mi madre el 7 de Octubre de 2010. No es una afirmación baldía, ella era la depositaria de muchas de mis anécdotas y protagonista de muchos hechos que ya no están en ningún armario almacenados. Así es que ya solo soy quien soy, y quien recuerdo que soy. Quedando por delante un futuro que no está hecho, teniendo un pasado del que no recuerdo nada más que lo que recuerdo, que como dije en este mismo blog hace tiempo no tiene por qué ser lo que sucedió, solo sé que soy presente, y que contando versos lo mismo me parece que son trece que que son catorce.

Si me ves escribir un verso más, créeme, son trece los que venía ya acabando.

dissabte, 19 d’octubre del 2013

Un lacito rosa no basta

Hoy es el día de colgar un lacito rosa, y así sentirse mejor. Un lacito rosa para tapar los ojos, un lacito rosa para mostrar a los amigos la solidaridad que tenemos, un lacito rosa hipócrita y que parece conceder autoinmunidad frente a la insolidaridad. ¡Ya eres solidario porque has colgado un lacito rosa!


Yo voy a colgar un lacito negro, como duelo por los miles de personas que mueren de verdadera hambre cada día, y me da igual si hablamos de niños o de adultos, aunque a muchos se les llene la solidaridad cuando se habla de niños y se muestren conmovidos por los males ajenos, conmoción que dura justo el tiempo necesario para encender un cigarrillo o pagar la entrada de un cine o de cualquier otro espectáculo, o simplemente el tiempo de encender el televisor y sumergirse en cualquier programa de los que te sacan de tu realidad y te llevan a la que otros desean que sueñes o que anheles, o tal vez te muestran los trapos sucios que harán que el morbo tape a aquellos niños por los que te conmoviste una décima de segundo, algo que lamentablemente te parecerá lo suficientemente solidario como para no tener que pensar en el tema por mucho tiempo.

Hoy a colgar un lacito negro por los insolidarios, los que a pesar de tener quieren aún tener más sin mirar a su alrededor. Ese color negro les representa, porque viven en la negrura, en la oscuridad, sin ver más allá de sus sensaciones corporales inmediatas. Por los que esperan llegar a ser millonarios para ayudar a combatir las desigualdades de la Tierra, por los que creen que son ellos los que se merecen la ayuda, aunque lleguen a fin de mes con una paga esperándoles y esa paga les sirve para comer y les sirve para garantizar un mínimo de salud.

Mi lacito negro es también de duelo, porque cada día mueren 19.000 (DIECINUEVE MIL) niños en el Mundo por causas evitables (según Unicef), un tercio de ellos (SEIS MIL CUATROCIENTOS) por hambre. Cada día, cada día, cada día, cada minuto ... mientras escribo estas líneas están muriendo de hambre.

Pero muchos cuelgan lacitos rosas en sus redes sociales y ya está, ya se han librado, ya son solidarios.

Hoy voy a poner un lacito negro por mí mismo, porque mi solidaridad no me ha privado de bienes que no debería tener si fuera verdaderamente solidario, por más que colabore, como hago, en que de esos 19.000 niños alguno consiga vivir ... quizás unos días, unas horas, unos meses. Porque no hay mucha esperanza para ellos mientras esta sociedad piense que colgando lacitos rosas toda está solucionado.

divendres, 18 d’octubre del 2013

Aerofobia (acrofobia), ese inmovilizante y absurdo miedo a volar

De Wikipedia: “La aerofobia o miedo a volar es el temor o fobia a volar en aviones. Puede ser una fobia por sí misma, o puede ser una manifestación de una o más fobias, como la claustrofobia (el miedo a los espacios cerrados) o acrofobia (el miedo irracional e irreprimible a las alturas). Puede tener otras causas. Es un síntoma en vez de una enfermedad, y causas distintas pueden dar lugar a la aerofobia."

En 1999 padecí un episodio de síndrome vertiginoso que me tuvo una semana tumbado en un sofá luchando con la vertical y la horizontal. Probablemente debido a una infección de oídos, o un virus, se me alteró el sentido del equilibrio a lo largo de varios meses, con la indeseable secuela de acentuar una razonablemente controlada acrofobia (que me temo que la tendré de por vida) y provocarme el pánico más cerval a volar. Tras unos meses durante los cuales mi sentido del equilibrio luchaba por recuperarse, viéndome obligado a utilizar referencias visuales tan básicas como mirarme en un espejo para saber si estaba derecho o no, la natural sobrecompensación llevó a mi sentido del equilibrio al extremo opuesto: cada grado de inclinación en cualquier sentido era entonces exacerbado y lo sentía cómo una caída brusca y en el vacío.

Así, saliendo en cualquier vuelo de cualquier aeropuerto me sentía caer literalmente al vacío en cuanto se producía el primer giro; cualquier cambio de rumbo en vuelo me precipitaba de nuevo al vacío; el inicio del descenso me pegaba al techo del avión; las turbulencias ... mejor no hablar de ellas, todavía siento el sabor del pánico que sentía. El estómago se revolvía en cada una de estas situaciones las manos sudaban mares helados, los párpados se agitaban, la respiración se entrecortaba, las piernas se tensaban ... la aerofobia estaba servida.

Por supuesto me convertí en un asiduo de los asientos de pasillo, viajar en ventanilla era un martirio, y del consumo (moderado) de alcohol antes de subir al avión. Un año más tarde, en unas vacaciones en Perú, el avión que me llevaba de Cuzco a Lima-Callao tuvo durante la aproximación a Lima-Callao dos pérdidas de sustentación muy bruscas consecutivas, tras lo cual los pilotos abortaron el descenso, subieron y volvieron a descender en una configuración diferente. Recuerdo haber visto a una azafata golpearse en el techo en la primera de las pérdidas de sutentación; todo mi cuerpo sintió lo mismo, a pesar de que el cinturón me ataba al asiento. La sensación de la muerte cercana te calma, no obstante, pero tras esa calma el exceso de adrenalina me emborrachó y los temblores no cesaron hasta después del aterrizaje.

Es algo más que desagradable saber lo que te está pasando, tener todos los conocimientos para saber que es algo irracional y no poder, a pesar de ello, controlarlo. Como muchos otros, comencé a beber alcohol (básicamente cerveza) antes de subir al avión, y una vez en vuelo a pedir un vaso de vino (preferiblemente blanco, pega más en ayunas). Es algo que realmente rebaja la ansiedad y atonta el sentido del equilibrio, con lo que las situaciones simples pasan mejor, pero no las imprevistas: las turbulencias me despejaban cualquier efecto del alcohol y el resto del vuelo volvía a ser un martirio. Y turbulencias las hay casi en cada vuelo, en mayor o menor medida, lo que a la postre significaba que el recurso del alcohol solo servía para atontarme al inicio del vuelo. Eso sí, tomé la sana decisión de no pasar de un nivel aceptable de alcohol, teniendo en cuenta que tras aterrizar me esperaba siempre alguna reunión o algún evento que me requería despejado, o simplemente mi coche y la patrulla de control de alcoholemia de la rotonda de acceso a la zona en la que vivo.

El dilema se estableció entre estar histérico pero despejado o estar tranquilo pero atontado. Otro de los recursos habituales en aquellos años de pánico durante el aterrizaje o las turbulencias era el realizar cuentas mentales algo complejas o que requerían concentración, como contar regresivamente desde 11900 hacia atrás de 7 en 7 (11900, 11893, 11886, etc.). De 7 en 7 porque no es tan mecánico como de 5 en 5, de 2 en 2, etc., y a partir de 11900 porque es múltiplo de 7 y así en cualquier momento podía, dividiendo por 7, verificar si me había equivocado o no. A menudo me perdía y no sabía realmente el resultado de la división por 7 del número por el que iba, no podía razonar a pesar de mi formación matemática universitaria.

Tenía claro que ponerme en manos de un especialista es estos temas no era una solución para mí. Soy más bien reacio a aceptar una ayuda externa si puedo resolver las cosas por mí mismo, pero aquello estaba durando demasiado. Dado que mi media de vuelos anuales no baja de 40, con algunos años en torno a los 70, los episodios de pánico eran demasiado cercanos unos otros y condicionaban mucho mi vida, a pesar de lo cual jamás renuncié a volar. Había que encontrar una solución o había que dejar de volar, lo cual hubiera significado renunciar a muchas cosas que conforman mi vida. Varias veces estuve a punto de inscribirme en alguno de los cursos organizados por compañías aéreas, o con la colaboración de ellas, que intentan ayudar a combatir la aerofobia. En la página web de una de esas empresas se lee lo siguiente:

• Cuando sabes que tienes que volar ¿sientes un cosquilleo en el estómago desde días u horas antes del vuelo?
• ¿Sientes la tentación de beber alcohol para "pasar el trago" más fácilmente?
• ¿Te resulta imposible distraerte o trabajar durante el vuelo, dado tu estado de nervios?
• ¿Estás pendiente del más mínimo ruido o señal sospechosa?
• Antes o durante el vuelo ¿padeces taquicardias, molestias digestivas, tensión muscular, sudoración de manos, etc.?


Todos esos padecimientos describían mi estado. Ese era el tipo de ayuda que necesitaba, pero el problema es que todo lo que me podían contar ya lo sabía yo. Quizás sería divertido realizarlo, pero no creía en que me pudiera ayudar, a mí no hacía falta explicarme por qué o cómo vuela un avión, en aquel entonces ya llevaba más de 400 vuelos realizados. El programa incluye también la “experiencia de volar en Puente Aéreo Madrid-Barcelona”, algo casi cotidiano para mí. Pero era una posibilidad. Consulté muchas veces esas páginas webs pero no llegué nunca a formalizar una reserva de plaza. ¿Invertiría una suma importante de dinero en un fracaso?

En el fondo no creía que pudieran aportarme una solución radical. Al cabo de muchos años de mal llevar mi aerofobia apareció ante mí la solución, de una forma inesperada pero a la vez atractiva: si no puedes con tu enemigo únete a él. ¡Me convertí en fotógrafo spotter! Desde siempre había sentido una enorme atracción por los aviones, y los veía a menudo aterrizando o despegando en El Prat (resido a 15km del aeropuerto en línea recta con las pistas del mismo), así es que lo único que necesitaba era una cámara y tiempo. Lo primero se compra, lo segundo lo tenía, poco pero suficiente.

La cámara durante los vuelos proporciona un escudo de defensa sicológico si vas en ventanilla. En lugar de padecer los cambios de rumbo los aprovechas para buscar posibles objetivos en tierra firme, en los aterrizajes buscas también esa fotografía imposible de realizar desde abajo, en los despegues tratas de pillar el aeropuerto durante los giros, durante el vuelo puedes buscar otros aviones o puedes disparar a cualquier objetivo interesante en tierra. Sustituyes el alcohol por una cámara, ganando en todos los sentidos. Es un escudo de defensa porque te aleja como lo hace un visillo de la calle, pero poco a poco puedes ir prescindiendo del visillo para ver el mundo como es, con toda su belleza. A la par, los conocimientos que se adquieren como por ósmosis cuando eres un spotter te ayudan a rellenar lagunas adicionales. Ese tipo de información la encuentras con facilidad en Internet, pero yo no la usaba antes de ser spotter. De hecho no distinguía un B737 de un A320.

Hoy en día, con más de 900 vuelos a mis espaldas, la aerofobia es algo del pasado y mi sentido del equilibrio es el normal de antes de aquél episodio de 1999. Sigo sintiendo desazón ante las alturas, pero no es bloqueante y no me afecta más de lo que lo hacía años atrás, antes de que todo comenzara. Quizás exista algo semejante al hecho de ser spotter que ayude a erradicarla...

Curiosamente la solución de la cámara de fotos no está incluida en los cursos de “Pierda el miedo a volar”, ni la palabra spotter, ni la realidad, hermosa y gratificante, de este aerotrastorno nuestro. Bien, tengo que reconocerlo, he cambiado un trastorno por otro, mi aerofobia por nuestro aerotrastorno, por la cámara y por la amistad de los aerotrastornados, pero creo que salgo ganando.
 

divendres, 11 d’octubre del 2013

El camí que portà les Valquíries a Santiago

La meva mare era d'un petit poble de la província de Jaén, un poble amb un nom maco, d'aquells que fan pensar en d'altres temps: Torredonjimeno. Avui en dia és ja una mica més que in petit poble, però aleshores era una d'aquelles poblacions a les quals tothom es coneix. Bé, de fet quan va néixer la meva mare, l'any 1924, tot era així, tothom es coneixia a totes les poblacions "de províncies".

La meva avia Dulcenombre era a més a més la mestra del poble, i això feia que la família fos encara més coneguda de tots. El meu avi Pepe treballava amb ramats, i s'estava poc temps al poble. A la meva mare li agradava explicar que el avi baixava un parell de cops a l'any al poble, feia un fill i batejava al anterior, abans de tornar a marxar a comprar i vendre ramats. I com que a cada viatge no se'n recordava de cóm es deien els seus fills quan arribava al registre i li preguntaven: "¿Pepe, y cómo le quieres poner a éste de nombre?" el meu avi sempre deia "Manuel" o "Manuela". I el del registre li havia de dir: "Pero Pepe, ¡ya tienes un Manuel y una Manuela!". I així va ser que la meva mare tenia un germà Manuel i una germana Manuela. Manolito va ser el que va morir a la guerra civil, amb només 9 anys, d'una pulmonia que no es va poder curar perquè no hi havien recursos, no hi havien medicaments, i perquè el metge no es va atrevir a sortir de casa per por a que el matessin...

Amb el temps van anar a viure a Linares, el poble més important de la província, amb més població fins i tot que Jaén, que és la capital de la província. Allà van anar a viure a una casa gran a la qual Dulcenombre tenia la escola, al pis baix, i tots plegats vivien al pis de dalt, el matrimoni i els 9 fills que la meva avia va tenir (Manolito va morir a Linares), a més a més d'una noia que ajudava a l'avia.

La olor d'aquella casa està encara molt present als meus records d'infantesa, de quan em van enviar a passar-hi allà un parell d'estius, quan jo tenia 4 i 5 anys, anys 1959 i 1960. A aquella època la escola estava tancada, és clar, era l'estiu. A les parets del pati de la escola, que també es veia des de el pis de dalt, penjaven tests amb geranis, aquells tests pintats de color típics d'Andalusia, pintats i brillants, ara de vermell ara de blau o verd, en fort contrast amb el blanc emblanquinat de cal de les parets. I del pis de dalt, de la llar, la olor que més recordo era la de les "gachas" que feia la meva avia, un postre típic amb farina de blat, sucre i llavors d'anís, que acompanyaven amb pa fregit. Era un postre de pobres, però pels nens era un postre de festa!

Un parell d'anys després els meus tiets de Linares, els únics que de 9 germans encara vivien al poble, la meva tia Manuela i el seu marit l'Antonio, van comprar una casa a d'alt d'una muntanya al nord de la província, casi tocant Despeñaperros, el pas que separa Jaén de Ciudad Real. El poble a on es trobava era un poble de miners abandonat feia poc, després del tancament de la empresa que explotava la mina de plom de la que vivien tots. El nom del poble: "El Centenillo", avui en dia un lloc d'estiueig, aleshores un poble fantasma. Aquelles cases pràcticament les regalaven els propietaris, que no tenint de què viure a d'alt de la muntanya les havien anant venent al preu que oferís el comprador.

La meva mare va convèncer al meu pare de comprar una casa a aquell poblet, així ella podria estar més a prop de la família, veure a la seva mare, tenir-la a casa amb nosaltres als estius i sortir amb els quatre germans que som fora de Madrid, fora del asfalt. La meva mare no treballava, el meu pare no volia que ella treballés, coses de la època, i es dedicava als quatre fills mentre estudiava "per lliure" la carrera de Dret (la va acabar just a temps d'exercir d'advocada quan els meus pares es van separar anys després).

I així és com els meus estius entre els 9 i els 16 anys van tenir com a rerefons un poble al ben mig d'una muntanya, estius de bicicletes, de passejades, de jocs de futbol al antic camp que els miners havien construït buidant una zona a prop de l'església, un camp de sorra de pissarra, un camp negre amb unes porteries de fusta encara més velles que el poble, a dins de les quals era fàcil veure rat ratapinyades ... a dins de la fusta de les porteries !!!

A Andalusia no es pot viure al carrer a l'estiu entre el migdia i el vespre, i allà, a d'alt de la muntanya, la única cosa que es podia fer a aquelles hores era romandre a casa, llegir, fer una migdiada, i esperar, esperar, esperar, fins que a les 7 o així la nostre mare ens donava permís per sortir al carrer. La conseqüència era que el sopar es feia molt tard i que anar a dormir s'allargava fins la mitjanit. I aquella hora, la mitjanit, era la hora màgica, quan la temperatura queia, quan bufava una mica d'aire, quan a la muntanya l'aire deixava ràpidament d'estar calent i tots renaixíem com si fóssim a un altre país. I era també la hora de les estrelles, com mai les havia vist abans i mai les veuria després. En aquell poblet no hi havia enllumenat públic, i a prop de casa nostra no hi vivia ningú, o sigui que només ens calia amb tancar les llums de casa per poder gaudir d'un espectacle insòlit a Madrid i malauradament únic a la meva vida: la Via Làctia, milions d'estrelles, no milers, no, milions! T'hi podies estar hores mirant les estrelles...

El meu pare portava de Madrid cada any el seu equip de música la setmana o el parell de setmanes que ell prenia de vacances. Era un tocadiscos força bo, més l'amplificador i dos altaveus enormes. I quan arribava la nit els treia al pati de darrera de casa nostre, un terreny aplanat que havia sigut una casa, i que nosaltres havíem comprat i enderrocat per fer-hi una esplanada, que vam cobrir de pedretes. Allà trèiem quatre cadires, d'aquelles amb un respatller que es podia tirar cap endarrere, i això era precisament el que calia per gaudir de les estrelles!

I un dia, i tota aquesta història és només per parlar d'aquell dia, el meu pare va posar al tocadiscos un disc nou que jo mai havia sentit, allà les trompetes i tota l'orquestra dibuixaven arcs al cel, mentre unes dones a cavall travessaven l'infinit portant als morts cap al Valhalla: eren les Valquíries. Era la increïble cavalcada de les valquíries, versió orquestral, a una nit estelada d'estiu, i aquells compassos i aquelles dones a cavall es confonien amb milions de punts brillants del cel i amb aquell camí que tots sabíem que portava a Santiago.